
Jamás me ha gustado mucho la política, quizás porque no la entiendo. No es que sea tonta, es que simplemente me aburre y no he tenido nunca la suficiente paciencia como para gastar todo un día de mi vida escuchando las propuestas de cada partido político, sus deficiencias y sus integrantes. Creo que la existencia humana es demasiado corta para gastarla en sosería por el estilo. Por lo demás, la política nacional, a la que he debido poner atención durante los últimos meses debido a mi ingreso a esta escuela, ha terminado por desilusionarme casi del todo. Me atrevo a decir incluso que los seudo políticos de mi país no son más que bufones y payasos ineficientes en busca de atención. Aunque quizás no debería hablar de ineficiencia, puesto que dudo que alguien esté realmente enterado de cuál es la verdadera labor de estos personajes. En fin, resumiendo y para no distanciarme del tema central, debo decir que la política chilena se ha encargado de cavarse su propia tumba, y que no tengo mayor interés en adentrarme en su foso. Y debido a esta inexperiencia de parte mía en el tema político, durante mucho tiempo opté por creer que no tenía derecho, voz, ni criterio para juzgar o siquiera evaluar lo que ocurrió el 11 de Septiembre de 1973.
Sin embargo, hoy miro hacia atrás y creo que no fue más que pereza e incomodidad aquello me impidió participar en este monumental debate que se libra a diario a escala nacional. Y he comprendido que los hechos ocurridos en la fecha mencionada no deben ser categorizados como “asuntos políticos” bajo ninguna circunstancias. Es más, los nexos que unen al Golpe y la Dictadura Militar con la política son minúsculos, inocuos y simples justificaciones para actos inhumanos e inaceptables. De manera que como ya lo he anunciado, no hablaré de partidos ni de dirigentes en este escrito. No mencionaré al pueblo ya que creo que ni este mismo sabe con certeza quienes forman parte de sus filas. Tampoco aludiré a ningún tipo de elite social, económica o política, ni a ningún grupo de carácter similar, pues muchos de sus integrantes han aguantado demasiadas críticas inmerecidamente, mientras otros de éstos han resultado impunes de acusaciones bien merecidas. Y eso, debo decir, constituye una injusticia igual a la que se llevó a cabo con los individuos que de un día para otro desaparecieron por exponer sus opiniones y exigir sus derechos.
Creo que las naciones no deben olvidar jamás su pasado, puesto que de los errores se aprende y se logran las mejoras más importantes. Seguramente, el pueblo judío no olvidará nunca lo que sus antepasados sufrieron a manos del ejército nazi. Así mismo, las familias originarias de México no dejarán que se olvide el dolor que los norteamericanos burgueses infringieron sobre sus ancestros en busca de minas de oro y riqueza. Y de una manera similar, lo más probable es que una vez finalizada la dictadura de Fidel Castro, el pueblo cubano jamás dejará que sus sucesores olviden lo que debieron enfrentar por seguir a un líder de ese tipo o por dejarse someter. Reacciones y actitudes como éstas son naturales, aceptables y además necesarias para que ninguna de las naciones mencionadas vuelva a tropezar algún día con la misma piedra. Sin embargo, existe una diferencia entre “no olvidar” y “no avanzar”, y creo que es éste el principal problema al que se enfrenta nuestro país cuando hablamos de lo que ocurrió el año ’73. Llevamos acumulando 34 años de ira y resentimiento, 34 años de odio y de inquietud; 34 años durante los que la sociedad chilena no ha sido capaz de estructurarse como una masa sólida y única en la que todos sus integrantes puedan correlacionarse con plenitud.
Sin embargo, hoy miro hacia atrás y creo que no fue más que pereza e incomodidad aquello me impidió participar en este monumental debate que se libra a diario a escala nacional. Y he comprendido que los hechos ocurridos en la fecha mencionada no deben ser categorizados como “asuntos políticos” bajo ninguna circunstancias. Es más, los nexos que unen al Golpe y la Dictadura Militar con la política son minúsculos, inocuos y simples justificaciones para actos inhumanos e inaceptables. De manera que como ya lo he anunciado, no hablaré de partidos ni de dirigentes en este escrito. No mencionaré al pueblo ya que creo que ni este mismo sabe con certeza quienes forman parte de sus filas. Tampoco aludiré a ningún tipo de elite social, económica o política, ni a ningún grupo de carácter similar, pues muchos de sus integrantes han aguantado demasiadas críticas inmerecidamente, mientras otros de éstos han resultado impunes de acusaciones bien merecidas. Y eso, debo decir, constituye una injusticia igual a la que se llevó a cabo con los individuos que de un día para otro desaparecieron por exponer sus opiniones y exigir sus derechos.
Creo que las naciones no deben olvidar jamás su pasado, puesto que de los errores se aprende y se logran las mejoras más importantes. Seguramente, el pueblo judío no olvidará nunca lo que sus antepasados sufrieron a manos del ejército nazi. Así mismo, las familias originarias de México no dejarán que se olvide el dolor que los norteamericanos burgueses infringieron sobre sus ancestros en busca de minas de oro y riqueza. Y de una manera similar, lo más probable es que una vez finalizada la dictadura de Fidel Castro, el pueblo cubano jamás dejará que sus sucesores olviden lo que debieron enfrentar por seguir a un líder de ese tipo o por dejarse someter. Reacciones y actitudes como éstas son naturales, aceptables y además necesarias para que ninguna de las naciones mencionadas vuelva a tropezar algún día con la misma piedra. Sin embargo, existe una diferencia entre “no olvidar” y “no avanzar”, y creo que es éste el principal problema al que se enfrenta nuestro país cuando hablamos de lo que ocurrió el año ’73. Llevamos acumulando 34 años de ira y resentimiento, 34 años de odio y de inquietud; 34 años durante los que la sociedad chilena no ha sido capaz de estructurarse como una masa sólida y única en la que todos sus integrantes puedan correlacionarse con plenitud.
Dudo que alguien se atreva a asegurar que en casos como éstos el tiempo es capaz de borrar el dolor. Yo por lo menos no estoy dispuesta a hacerlo, y tampoco creo que siquiera lo aminore. Pero aún así, es necesario aprender a llevar el pesar y el calvario de la muerte de un ser querido como un proceso; un procedimiento que debe concluir cuando ya no hay nada más que hacer al respecto. Los 34 años que han pasado no son una cifra meno, pero el tiempo se ha encargado de borrar muchas de las huellas de los asesinatos que se llevaron a cabo injusta y deliberadamente. Es necesario dejar por un segundo la emocionalidad de lado y enfrentar los hechos actuales. Muchos de los hombres que lideraron y efectuaron la matanza de las víctimas del 11 de Septiembre, han muerto ya. Otros han sido procesados, encarcelados y perseguidos. De manera que el castigo para los culpables ha dejado de ser un tema en el cual se pueda actuar o hacer algo. Por otro lado, están los cuerpos de aquellos hombres y mujeres que fueron detenidos por querer un mundo distinto; cuerpos que fueron lanzados a fosas sin nombre, al mar, al río. La realidad es que la gran mayoría de los restos de estos individuos jamás fueron registrados, ni sus tumbas fueron inscritas en algún documento oficial. Y aquellas que sí lo fueron se han perdido con el paso de los años o con los varios papeles que de seguro las autoridades militares se han encargado de destruir. Por lo tanto, el hallazgo de los cuerpos se vuelve un descubrimiento cada vez más lejano y engorroso.
Esta batalla que aún se libra en nuestro país y que aún es capaz de motivar a numerosas familias a alzar la voz en huelga, ha sido la culpable de un importante quiebre dentro de la sociedad chilena. Vivimos en una comunidad de violencia constante e intolerancia justificada por hechos y actos del pasado. Debemos contemplar y aceptar a la vez la absurda rivalidad y odio existente entre los grupos políticos de izquierda y de derecha, una antipatía sin fundamento real en el mundo de hoy. Una enemistad que perjudica la evolución de Chile como nación y que impide que vivamos como aliados para concentrarnos juntos en un problema de mayor importancia o urgencia.
Así como han muerto los propios autores de los horrendos asesinatos de la Dictadura, también han comenzado a morir y a envejecer los familiares más directos de las víctimas. O al menos aquellos que presenciaron con sus ojos el caos que se vivió en nuestra nación y cuya visión de los hechos es real y objetiva. Así, las nuevas generaciones y “los hijos de los hijos” se han visto obligados a cargar sobre sus hombros el peso de una lucha vacía, irracional e infructífera. Han debido aceptar una herencia de odio y rencor, así como el peso de batallar una guerra que no es la de ellos. Han debido adoptar prejuicios impuestos, y que algunos incluso no comprenden del todo, pero que a final de cuentas lo único que hacen es perjudicar a estos jóvenes e impedirles un desarrollo pleno dentro de la sociedad. Y creo que esto es realmente es inaceptable: la cúspide del egoísmo y de la soberbia. Podría causar el estancamiento no sólo de un país, sino también de individuos inocentes que deben actuar por un supuesto “deber familiar”.
Es cierto, el dolor no desaparece jamás del todo. Pero no porque dejemos de transmitir el odio y el desconcierto propio de éste, los hechos serán borrados de la memoria nacional. Por el contrario, debemos ser capaces de enfrentar con dignidad, honor y sobre todo orgullo, las muertes de aquellos valientes que no bajaron la cabeza frente a nadie, y que aquello los llevó directo a la muerte. Los culpables serán condenados, al menos en sus conciencias. Pero ya basta de tanta lucha insensata y violencia necia. Los mártires ya han sido reconocidos como tales y ahora debemos darle más importancia a la labor que realizaron y al ejemplo que nos dejaron. El odio y el recelo no conducirán nunca a nada; no levantarán de sus tumbas a los muertos ni se convertirán en pruebas de culpabilidad reales contra los victimarios.
Es hora de mirar hacia delante, con el pasado bajo el brazo y la iniciativa de construir un país en el que aquel escenario del 11 de Septiembre no se vuelva a repetir. Dejemos de poner a Chile contra Chile, y a las familias chilenas contra las familias chilenas. No es olvidar, es llevar los recuerdos con orgullo pero saber levantarse de la caída.
B.G.J.
