
Abrir los brazos en el aire, mirar alrededor y sentir que el mundo es más mío que nunca. Tener el control a mis pies, confiar y creer en mi misma como a diario no logro hacerlo. Rodearme de gente maravillosa que nunca creí llegar a conocer y que se han convertido en parte de mi familia. Sentirme frágil y liviana, pero al mismo tiempo intocable, lejana y única. Recordar que en el planeta no hay otra como yo, que somos únicos cada uno y que aquello que podemos entregarle a nuestro mundo nadie más podría hacerlo.
Anoche realmente sentí que podía cambiar la historia, vislumbrando aquella escena de alegría masiva y familiaridad. Miles de personas con la vista en alto, mirando hacia arriba y aspirando a más. Y celebrando como si no fueran a tener nunca otra oportunidad para hacerlo. Fue maravilloso, un paisaje visual digno de cualquier Nacional Geographic, un vistazo a nuestra humanidad más profunda. Porque en situaciones como ésta es cuando realmente nos volvemos humanos. Dejamos de lado el ruido de la ciudad y las responsabilidades, y nos dedicamos a sonreír sin vergüenza. La ropa sobra, incluso molesta. La música es lo único que existe. Buscamos sonreírle a alguien, hacer así quizás una pequeña diferencia en sus vidas, regalar algo de felicidad a quien jamás volveremos a ver. Anoche, éramos todos más humanos que nunca. Agrupados pero como individuos únicos en una gran ola de euforia y simpatía. Olvidamos las peleas y los complejos, aquello que no nos gusta de nosotros o del resto. No existió el peligro, porque de algún modo, todos estaban ahí para protegerse entre sí. No existió la rabia ni la ira, porque habría sido perder el tiempo en un viaje de infinita relajación, un camino que a diario se nos impide recorrer. No hubo tristeza y nadie lloró, quizás sí de felicidad, porque en un mundo en el que ser feliz es un lujo, en una noche como la de ayer se vuelve una obligación. Y así debería serlo siempre. No es justo desperdiciar vidas tan cortas en situaciones que jamás nos llevaran a trascender. El sufrimiento impide el desarrollo humano, o al menos lo demora, y nos atrae hacia nuestro centro más oscuro, como un agujero negro desperdiciando todo a su paso. Vivimos en un mundo que nos prohíbe reír, o incluso sonreír. En un entorno que si bien nos propone ser felices como meta de vida, jamás nos ofrece los instrumentos necesarios para lograrlo.
Anoche todos fuimos uno solo, sin importar las diferencias ni las rivalidades, sin importar aquello que siempre espera afuera de la burbuja, sin importar que al día siguiente el mundo hiciera como si nada. Porque no puede ser así, y cada uno de los que estuvimos allí anoche lo tenemos más que claro. Pero debemos empeñarnos en recordarlo siempre, impedir que una experiencia así se convierta pronto en un mero recuerdo de días pasados. Y para ello, lo más importante es mantener cerca a aquél que estuvo conmigo, que me tomó de la mano, que me abrazó, que bailó conmigo, que aprovechó para decirme algo lindo y genuino.
Lo que vi anoche superaba cualquier retrato o fotografía. La imagen de una noche saturada de belleza y emoción. Cientos y cientos de cabezas rebotando al mismo tiempo, brazos desordenados en el aire, manos extendidas intentando conservar entre sus dedos una nota musical. Las luces brillaban con más fuerza que nunca, parecían inagotables parpadeando una y otra vez sin dejar tiempo para el descanso. La música se alzaba sobre nosotros, como el soundtrack de nuestras vidas. Canciones que tantas veces antes escuchamos viajando en el metro, camino a la universidad, o antes de acostarnos. Melodías que siempre fueron tan lejanas, pero que por alguna razón envolvían nuestro diario vivir y amortiguaban las caídas y tropiezos de la rutina. Y anoche, las bailamos, las cantamos, las saltamos, y las gritamos. Anoche, las vivimos. Fuimos los protagonistas de un baile de colores y voces que jamás volverá a existir en este mundo. Tiesto a la cabeza, como un profeta que en realidad no lo es, pero que quiere hacerse pasar por uno para ayudar al resto. Y nosotros le bailamos sin pudor, como si lo conociéramos de siempre, de toda la vida y para toda la vida. De seguro así será, jamás lo olvidaremos. Ni tampoco a todos los que se detuvieron por un segundo a nuestro lado para compartir una palabra o una sonrisa.
Estos son los días más importantes de nuestras vidas (como dice el señor Paul Van Dyke, "this are the days of our lifes") y aunque a veces lo dudemos, los más fáciles. Nuestro cuerpo nos ofrece una capacidad infinita de experiencia, nos invita a probarlo todo y a sentirlo todo. Somos más libres de lo que jamás volveremos a ser. No desperdiciemos estos años en rutinas, trámites, peleas, dolores, cansancio. El tiempo es demasiado corto, y es posible que cuando se agote, no haya nada más. Vivamos nuestras vidas, jamás dejemos de movernos o de pensar. Porque sólo así se crece, y creciendo se llega a trascender. Cuando ya no quede nada de nosotros, nuestros méritos y logros nos harán presentes en el mundo.
Muchas, muchas gracias.
B.G.J.

2 comentarios:
bien berni.. muy bien.
un beso para ti y para la familia. que noches tuvimos anoche.
felipe
woow..anoche fue una de esas noches quenunca olvidaras, los momentos se plasman como una gran estampa mas que sobre nuestras mentes en nuestra piel.
Son esos eventos que al pasar 10 años, si vuelves a cerrar losojos, la piel se eriza y la musica se puede escuchar de fondo. Los colores se funden junto con los rostros.
Que ganas de haber podido acompañarlos anoche..me acorde mucho de ti y de frolo.
te quiero ene mongola..
besos
Mona
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