Hay quienes circulan por la ciudad con una sonrisa picarona en el restro. Avanzan tranquilos, soñadores; pensando en situaciones remotas y ajenas, en mundos más prometedores. Entran en una de las pequeñas cafeterías de Providencia y pagan por un expresso haciendo una reverencia irónica a la cajera, pues saben que no permanecerán en la misma realidad por mucho tiempo más. Se sientan en las viejas bancas de madera, bajo la sombra de los gruesos plátanos orientales de la avenida Ricardo Lyon, con la mirada perdida en un cielo grisáceo que pronto les dejará de ser usual. Aspiran a marcharse lejos, a continuar sus vidas en otras tierras, donde el color del hombre es lechoso y el idioma natal no es el español maltrecho y desarticulado de los chilenos. Se suben al metro con los ojos bien abiertos, observando el tumulto de gente de rasgos toscos y piel oscura. Leen los afiches de los paraderos con atención para memorizar por última vez lo que Santiago tiene que decir. Son lejanos, incluso tan lejanos como lo serían estando en aquel otro lugar. A cada paso que dan se despiden de una realidad que conocieron desde niños, pero que han decidido abandonar. Chile les ha quedado chico, es demasiado tradicional para el acelerado estilo de vida que llevan.
Hay quienes recorren la ciudad con los ojos plasmados en sus pies, sin advertir la presencia de nadie más que de ellos mismos. Caminan por la vereda con la conciencia casi tan sucia como el cemento que pisan, sus sueños han sido nublados por el esmog santiaguino. Se quejan de cómo ha cambiado el lugar que los vio crecer. La construcción de la Costanera Norte, la implementación del Transantiago, la edificiación de tanto edificio moderno en plena avenida Apoquindo... cambios inútiles que no hacen más que entorpecer sus rutinas. El barrio Suecia, con sus locales y salsotecas, les parece una pérdida de espacio: un antro en donde la juventud sumerge sus complejos en rituales inmorales, drogas y alcohol. Para ellos, los venderos ambulantes no son más que vagabundos con excusas que han desvirtuado las calles de la capital con sus gritos y sus ofertas. Una día lejano fueron felices, soñaban, aspiraban, prometían. Hoy sus esperanzas han sido frustradas y no les queda más que circular mecánicamente por las callejuelas de una ciudad sumida en una supuesta modernidad. Se han resignado a sus grises vidas, se han acostumbrado a juzgar con amargura incluso a sí mismos.
Hay quienes deambulan por la ciudad como niños, admirando con deleite cada rincón, atentos a descubrir los cambios que Santiago sufre a diario. Con ingenuidad se acercan a aquellos elementos que el chileno ha hecho propios, pero que en realidad provienen de naciones lejanas y desarrolladas. Han memorizado los laberintos del mall Parque Arauco y almuerzan rutinariamente en algún sitio de la calle Isidora Goyenechea. Casi como por ritual, se detienen cada mañana en el Starbucks del barrio El Golf en un intento de imitar a la sociedad ejecutiva norte americana. Se hacen llamar elite, forman parte de un grupo privilegiado de Santiago. El mismo que suele reunirse en Borde Río para compartir una copa y que celebra las festividades dentro de la elegancia irreal del Club Hípico. Circulan tranquilos, jamás a pie, mucho menos en micro. Se pasean en camionetas 4x4 o en Pegeots descapotables, mientras los vemos en cada luz roja hablarle a sus celulares inalámbricos como lunáticos que hablan solos. Viven contentos, complacidos, satisfechos con su entorno. Desconocen que existe algo más, pero tampoco les interesa saberlo. No aspiran, no sueñan. Son sumisos y se complacen con poco. Tan poco que para ellos parece ser mucho.
B.G.J

1 comentario:
Tiene algo a "Howl" de Ginberg.
Probablemnte el que hayas iniciado con "hay quienes" y la crítica social.
¿Plagio?
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