
¿En qué punto se convierte un desconocido en aquello que llamamos amigo? ¿O incluso, en algo más? ¿Por qué nuestra condición humana nos obliga a dejar entrar a entes completamente ajenos? ¿Por qué decidimos fusionarnos con otro al minuto de amar? ¿Por qué optamos por volvernos vulnerables?
Si nos basamos en el sentido común, el hecho de entregarnos a una relación, de comprometernos con alguien que antes no estaba ahí suena del todo ilógico. Es lanzarse a los tiburones por un par de monedas. Es pagar una fortuna por un ramo de flores. Pero como los seres irracionales que somos, aún estando conscientes del peligro que representa esto, nos entregamos igual. Todo indica que el valor de aquel par de monedas y de ese ramo de flores es superior al que por lo general le asignaríamos. Si seres extraterrestres situaran cámaras en nuestro planeta para observar nuestro comportamiento, nuestro forma de manejar las relaciones intrahumanas, lo más seguro es que no entenderían absolutamente nada. De hecho, desde el punto de vista que he adoptado para escribir este análisis, el comportamiento del hombre con sus semejantes me resulta absurdo.
Nos quejamos y lloramos cuando nos hieren. Y en respuesta de esta herida, nacen los anhelos de venganza, el sentimiento de odio y de ira. Esperamos durante toda nuestra existencia a la media naranja, esa alma gemela que de algún modo sabemos que existe. O por lo menos, eso queremos creer. Nos convencemos de ser capaces de hallar en otros seres humanos cualidades que los hagan dignos de relacionarse con nosotros. Evaluamos a cada quien según su afinidad con nuestra persona. La acción es innata, lo más probable es que ni siquiera nos demos cuenta al minuto de llevarla a cabo. Pero la verdad es que esta forma de actuar no es más que una extensión de nuestro orgullo y nuestra soberbia humana. ¿Con qué derecho nos sentimos dignos de juzgar a quienes nos rodean? ¿Por qué deben ser nuestro parámetros los más apropiados para hacerlo? Es absurdo que siendo todos hombres iguales, nos consideremos capaces de evaluar correctamente a un semejante, y por lo demás confiar en que nuestro juicio jamás resultará equívoco. En especial porque entre él y yo no existen diferencias reales; ambos nos enfermamos, tropezamos, fallamos, nos ensuciamos. Es de suponer que cuando alguien evalúa a otro o lo juzga, éste debe saber ejercer correctamente dicho trabajo. Como mínimo, debe conocer mecanismos que vayan más allá de lo humano, parámetros superiores al hombre. Pero la verdad es que ninguno de nosotros los conoce. Nos desenvolvemos en una realidad demasiado física y limitada para poder reconocer aquello que de verdad hace valioso a alguien. Cualquiera se defendería de esta afirmación justificando que se ha acercado a sus amigos debido a que son personas amables, generosas, incondicionales, constantes. Pero la realidad es que somos nosotros quienes les asignamos dichas características. Mi amigo es leal porque yo necesito que lo sea, y en las instancias en que deje de serlo lo más seguro es que desviaré la mirada hacia otro lado, o dejará de ser mi amigo. Consideramos a la gente según nuestras propias necesidades.
El hecho de que sólo seamos capaces de relacionarnos con los demás según modelos tan básicos, da fe de las enormes limitaciones sicológicas y emocionales del hombre. A todo aquél que conocemos a lo largo de nuestra vida, lo encasillamos en la categoría de familia, amigo o pareja. Sin darnos cuenta, al dividir a nuestros semejantes en sectores tan básicos y generalizados, condicionamos nuestra propia existencia. Esto debido a que con cada uno de ellos debemos actuar de una determinada forma. Así, nuestro comportamiento diario se limita a un patrón concreto que depende de a quién estemos tratando. Es más, la sociedad en conjunto se encarga a menudo de reprender a quienes rompen estas normas de conducta. Según la ética tradicional, es incorrecto tener relaciones sexuales con un amigo si no existen intenciones amorosas de por medio. Tampoco se nos permite besar a un hermano de sangre; este acto sería tildado de aberración, y tener un hijo con él sería un incesto. Pero ¿qué es realmente una aberración o un incesto? ¿Quién se atrevió a categorizar a ambos como una inmoralidad, una injuria contra los valores? ¿Con qué capacidad lo hizo siendo sólo un humano más?
Nuestra forma de actuar se define según la crianza que nos propicie nuestro entorno y los patrones de comportamiento que nos asignen nuestros superiores. Somos hijos y debemos respetar a nuestros padres. Somos hermanos y debemos compartir entre nosotros y convivir de igual a igual. Somos niñas y debemos jugar con muñecas y tasitas de té. Somos mujeres y debemos saber al menos preparar un plato de arroz o tallarines. Incluso cuando elegimos una carrera, dicha carrera se encuentra condicionada por un modelo de individuo que se le impone o se le asigna. Los periodistas son extrovertidos, mordaces y corruptos, capaces de hacer lo que sea por conseguir la información necesaria para publicar. Los abogados son fríos y calculadores, los arquitectos son soñadores y creativos. Los modelos de pasarela son superficiales e ignorantes. A veces llegamos a convencernos de que debemos actuar así para tener éxito en nuestra profesión. Es más, a menudo las profesiones se reconocen y diferencian según dichas características. Al final, optar por una carrera no es elegir en qué trabajar, sino más bien qué tipo de individuo ser.
La pareja es sin duda la categoría humana que nos resulta más difícil cuestionar. Y cuando nos atrevemos a hacerlo, lo hacemos con recelo e inseguridad. Esto debido a que se ha convertido prácticamente en una meta de vida. Todos buscamos, queremos y luchamos por aquel semejante que consideramos digno de acompañarnos a lo largo de nuestra mísera y corta existencia. Aquél que evaluamos según qué tanto nos gusta, y qué tanto nos complace. Debe prestarnos utilidad, servirnos de compañero, congeniar con nuestra forma de ser. Y antes de que lo amemos, debemos estar seguros de que nos amaría de vuelta. Las relaciones amorosas no son más que respuestas a nuestro ego. De hecho, cuando pensamos en la otra persona, pensamos en su relación con nosotros, no en él como individuo independiente. El amor nos condiciona, nos limita, y nos convierte en seres dependientes. No es un misterio universal que cuando amamos es cuando más expuestos nos encontramos. Aún así, amar nos entrega la mayor satisfacción de todas, aunque rara vez nos detenemos a comprender cuál es. No es el amar a alguien lo que nos hace felices. De hecho, cuando amamos y no nos aman nos convertimos en seres miserables. La satisfacción del amor se encuentra en que nos amen de vuelta. Nuestra soberbia es tal que nos creemos merecedores (incluso exigimos) de que alguien nos dedique su existencia, que nos ame con exclusividad.
Por desgracia, las relaciones intrahumanas son simplemente eso: humanas. Son un bache más en el camino del hombre, un obstáculo que le impide alcanzar la trascendencia. Porque al trascender no hay condicionantes, no hay ajenos que nos limiten. Hay solo uno. Y no me refiero a un único individuo. La trascendencia es la unidad, la fusión de todo, el infinito mismo. En la infinidad las almas se unen, se mezclan, se funden en una sola. Eso es más importante, y más grande que amar. El cuerpo es cuerpo, muere, se pudre y desaparece. Los celos del cuerpo son un capricho, una pérdida de tiempo. Los problemas de pareja nacen del defecto humano más peligroso de todos; la inseguridad. Cuando somos inseguros, somos más hombres que nunca: nos sentimos expuestos porque tememos que algo más grande nos castigue o nos hiera. Llamar “amigo” a un semejante no es dejarlo entrar, es excluirlo. Enseñar a los hijos a que cumplan con los mandatos de los padres es sólo una muestra de poder. La gran meta del hombre no es ser bello, ni amar, ni procrear, ni ejercer una profesión. Todo aquello culmina cuando el cuerpo desaparece. El verdadero desafío del ser humano es trascender: dejar de ser humano. Y mientras continuemos imponiéndonos formas de actuar y responder a nuestro entorno, nuestra humanidad permanecerá vigente y más peligrosa que nunca.
Lo mental es más grande y más poderoso que lo físico.
B.G.J.
Si nos basamos en el sentido común, el hecho de entregarnos a una relación, de comprometernos con alguien que antes no estaba ahí suena del todo ilógico. Es lanzarse a los tiburones por un par de monedas. Es pagar una fortuna por un ramo de flores. Pero como los seres irracionales que somos, aún estando conscientes del peligro que representa esto, nos entregamos igual. Todo indica que el valor de aquel par de monedas y de ese ramo de flores es superior al que por lo general le asignaríamos. Si seres extraterrestres situaran cámaras en nuestro planeta para observar nuestro comportamiento, nuestro forma de manejar las relaciones intrahumanas, lo más seguro es que no entenderían absolutamente nada. De hecho, desde el punto de vista que he adoptado para escribir este análisis, el comportamiento del hombre con sus semejantes me resulta absurdo.
Nos quejamos y lloramos cuando nos hieren. Y en respuesta de esta herida, nacen los anhelos de venganza, el sentimiento de odio y de ira. Esperamos durante toda nuestra existencia a la media naranja, esa alma gemela que de algún modo sabemos que existe. O por lo menos, eso queremos creer. Nos convencemos de ser capaces de hallar en otros seres humanos cualidades que los hagan dignos de relacionarse con nosotros. Evaluamos a cada quien según su afinidad con nuestra persona. La acción es innata, lo más probable es que ni siquiera nos demos cuenta al minuto de llevarla a cabo. Pero la verdad es que esta forma de actuar no es más que una extensión de nuestro orgullo y nuestra soberbia humana. ¿Con qué derecho nos sentimos dignos de juzgar a quienes nos rodean? ¿Por qué deben ser nuestro parámetros los más apropiados para hacerlo? Es absurdo que siendo todos hombres iguales, nos consideremos capaces de evaluar correctamente a un semejante, y por lo demás confiar en que nuestro juicio jamás resultará equívoco. En especial porque entre él y yo no existen diferencias reales; ambos nos enfermamos, tropezamos, fallamos, nos ensuciamos. Es de suponer que cuando alguien evalúa a otro o lo juzga, éste debe saber ejercer correctamente dicho trabajo. Como mínimo, debe conocer mecanismos que vayan más allá de lo humano, parámetros superiores al hombre. Pero la verdad es que ninguno de nosotros los conoce. Nos desenvolvemos en una realidad demasiado física y limitada para poder reconocer aquello que de verdad hace valioso a alguien. Cualquiera se defendería de esta afirmación justificando que se ha acercado a sus amigos debido a que son personas amables, generosas, incondicionales, constantes. Pero la realidad es que somos nosotros quienes les asignamos dichas características. Mi amigo es leal porque yo necesito que lo sea, y en las instancias en que deje de serlo lo más seguro es que desviaré la mirada hacia otro lado, o dejará de ser mi amigo. Consideramos a la gente según nuestras propias necesidades.
El hecho de que sólo seamos capaces de relacionarnos con los demás según modelos tan básicos, da fe de las enormes limitaciones sicológicas y emocionales del hombre. A todo aquél que conocemos a lo largo de nuestra vida, lo encasillamos en la categoría de familia, amigo o pareja. Sin darnos cuenta, al dividir a nuestros semejantes en sectores tan básicos y generalizados, condicionamos nuestra propia existencia. Esto debido a que con cada uno de ellos debemos actuar de una determinada forma. Así, nuestro comportamiento diario se limita a un patrón concreto que depende de a quién estemos tratando. Es más, la sociedad en conjunto se encarga a menudo de reprender a quienes rompen estas normas de conducta. Según la ética tradicional, es incorrecto tener relaciones sexuales con un amigo si no existen intenciones amorosas de por medio. Tampoco se nos permite besar a un hermano de sangre; este acto sería tildado de aberración, y tener un hijo con él sería un incesto. Pero ¿qué es realmente una aberración o un incesto? ¿Quién se atrevió a categorizar a ambos como una inmoralidad, una injuria contra los valores? ¿Con qué capacidad lo hizo siendo sólo un humano más?
Nuestra forma de actuar se define según la crianza que nos propicie nuestro entorno y los patrones de comportamiento que nos asignen nuestros superiores. Somos hijos y debemos respetar a nuestros padres. Somos hermanos y debemos compartir entre nosotros y convivir de igual a igual. Somos niñas y debemos jugar con muñecas y tasitas de té. Somos mujeres y debemos saber al menos preparar un plato de arroz o tallarines. Incluso cuando elegimos una carrera, dicha carrera se encuentra condicionada por un modelo de individuo que se le impone o se le asigna. Los periodistas son extrovertidos, mordaces y corruptos, capaces de hacer lo que sea por conseguir la información necesaria para publicar. Los abogados son fríos y calculadores, los arquitectos son soñadores y creativos. Los modelos de pasarela son superficiales e ignorantes. A veces llegamos a convencernos de que debemos actuar así para tener éxito en nuestra profesión. Es más, a menudo las profesiones se reconocen y diferencian según dichas características. Al final, optar por una carrera no es elegir en qué trabajar, sino más bien qué tipo de individuo ser.
La pareja es sin duda la categoría humana que nos resulta más difícil cuestionar. Y cuando nos atrevemos a hacerlo, lo hacemos con recelo e inseguridad. Esto debido a que se ha convertido prácticamente en una meta de vida. Todos buscamos, queremos y luchamos por aquel semejante que consideramos digno de acompañarnos a lo largo de nuestra mísera y corta existencia. Aquél que evaluamos según qué tanto nos gusta, y qué tanto nos complace. Debe prestarnos utilidad, servirnos de compañero, congeniar con nuestra forma de ser. Y antes de que lo amemos, debemos estar seguros de que nos amaría de vuelta. Las relaciones amorosas no son más que respuestas a nuestro ego. De hecho, cuando pensamos en la otra persona, pensamos en su relación con nosotros, no en él como individuo independiente. El amor nos condiciona, nos limita, y nos convierte en seres dependientes. No es un misterio universal que cuando amamos es cuando más expuestos nos encontramos. Aún así, amar nos entrega la mayor satisfacción de todas, aunque rara vez nos detenemos a comprender cuál es. No es el amar a alguien lo que nos hace felices. De hecho, cuando amamos y no nos aman nos convertimos en seres miserables. La satisfacción del amor se encuentra en que nos amen de vuelta. Nuestra soberbia es tal que nos creemos merecedores (incluso exigimos) de que alguien nos dedique su existencia, que nos ame con exclusividad.
Por desgracia, las relaciones intrahumanas son simplemente eso: humanas. Son un bache más en el camino del hombre, un obstáculo que le impide alcanzar la trascendencia. Porque al trascender no hay condicionantes, no hay ajenos que nos limiten. Hay solo uno. Y no me refiero a un único individuo. La trascendencia es la unidad, la fusión de todo, el infinito mismo. En la infinidad las almas se unen, se mezclan, se funden en una sola. Eso es más importante, y más grande que amar. El cuerpo es cuerpo, muere, se pudre y desaparece. Los celos del cuerpo son un capricho, una pérdida de tiempo. Los problemas de pareja nacen del defecto humano más peligroso de todos; la inseguridad. Cuando somos inseguros, somos más hombres que nunca: nos sentimos expuestos porque tememos que algo más grande nos castigue o nos hiera. Llamar “amigo” a un semejante no es dejarlo entrar, es excluirlo. Enseñar a los hijos a que cumplan con los mandatos de los padres es sólo una muestra de poder. La gran meta del hombre no es ser bello, ni amar, ni procrear, ni ejercer una profesión. Todo aquello culmina cuando el cuerpo desaparece. El verdadero desafío del ser humano es trascender: dejar de ser humano. Y mientras continuemos imponiéndonos formas de actuar y responder a nuestro entorno, nuestra humanidad permanecerá vigente y más peligrosa que nunca.
Lo mental es más grande y más poderoso que lo físico.
B.G.J.

1 comentario:
No hay palabras para describir cuanto me gusta leer lo que escribes; y no por el hecho de que te quiera tanto, ni porque sea tu amiga desde hace tanto tiempo, sino porque me encatan las verdades que quiza sin querer queriendo dices.
te quiero mucho mucho y no cambies nunca ni una parte de ti¡
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